El sábado por la mañana me desperté algo perezosa y no tenía muchas ganas de ir a la playa, que es lo que, en principio, yo tenía previsto. Me quedé con mi padre, pero no en casa, sino que fuimos juntos al rastro.
Yo sabía que si iba al rastro le podría sacar algo a mi padre. Algún regalín. Se lo pregunté antes de ir para asegurarme y me dijo que sí, pero que sólo en el caso de que me portara bien. Así que decidí no ir a la playa y sí al rastro acompañando a mi padre.
Hacía mucho calor, muchísimo, y había que caminar un buen rato, pero no me quejé nada. Papá se entretenía mirando libros y yo muñecas, él miraba discos y yo más muñecas. Había muchísimas. Cada pocos minutos le preguntaba a papá si me estaba portando bien y él me decía que sí. Hasta que ya empezaba a estar muy cansada y con mucha sed. Creo que papá al darse cuenta de mi cansancio, porque casi caminaba arrastrando las manos por el suelo de lo doblada que iba, me dijo que me compraría una cosa, pero sólo una. O bien un libro de dibujos que estaba mirando en ese momento y tenía entre mis manos, o bien, bajábamos un buen trecho y me compraba una muñeca preciosa que me había gustado un rato antes. Tenía que tomar una decisión.
Cinco minutos después estábamos sentados en un bar, donde había aire acondicionado. Papá con una cerveza y yo con un zumo de melocotón. Los dos comiendo de unas patatas fritas que nos pusieron de acompañamiento. Y también los dos leyendo nuestros libros nuevos.
Aquí os pongo una foto mía, disfrazada de no sé qué en el cumpleaños de Celia.
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