Este fin de semana no ha sido tan bueno como otros, y es que hemos estado bastante fastidiados en casa. El virus que nos visitó no quiso irse pronto y se quedó bastante más de lo que deseábamos. Mala pata. Lo peor de todo se lo ha llevado mi hermanito Miguel. ¡El pobre es tan chiquito! Verlo toser y llorar es algo difícil de sobrellevar, por eso el domingo fuimos al hospital, en busca de un pediatra de urgencias. Fuimos al hospital donde yo nací hace ya casi tres años. ¡Qué poco falta para mi tercer cumple!
A mí tampoco me gustan mucho los hospitales, no os creáis. Son muy aburridos. En los hospitales la mayoría de la gente tiene muy mala cara y está de mal humor, y aunque conmigo no lo demuestren, se les nota. Estuvimos bastante más de dos horas hasta que nos avisaron para entrar en la consulta. Eran cerca de las cuatro y yo no había todavía almorzado. ¡Os imagináis!
La pediatra primero atendió a mi hermano y luego a mí. Yo me porto mejor, y no porque lo diga yo, ¿eh?. Miguel comenzó portándose muy bien, sin rechistar, pero en el momento que la pediatra le miró el oído empezó a llorar. Se vuelve loco. Buaaah, buaaah, buaah. ¡Jo, cómo llora! Con lo chico que es, y el vozarrón que tiene.
Yo no lloré nada de nada, y es que no quiero que me pongan una inyección, que es lo que le ocurre a los niños que lloran. Miguel se salvó de una por muy poco porque estaba malito. Menos mal.
Yo no lloré nada de nada, y es que no quiero que me pongan una inyección, que es lo que le ocurre a los niños que lloran. Miguel se salvó de una por muy poco porque estaba malito. Menos mal.