Llegó el día de los Reyes Magos y tanto mi hermano como yo estábamos nerviosísimos. Primero para ir a verlos en la cabalgata, donde quedamos con nuestros amigos Daniel y Jaime, y luego a la hora de acostarnos. Estábamos tan nerviosos que parecía imposible que nos durmiésemos.
Primero recogimos todos nuestros juguetes, luego ordenamos el salón intentando dejar un gran espacio libre para los juguetes y después colocamos un par de zapatos de cada uno de nosotros, para que los Reyes Magos agrupasen los juguetes junto a los zapatos. También les dejamos unos bombones para que si tenía ganas se tomaran uno, y un buen vaso de agua para ellos y para los camellos, por si traían sed. Al de tantos preparativos nos entró sueño y nos acostamos.
A las cuatro de la mañana me desperté, y llamé a mis padres desde la cama porque me dio un poco de miedo levantarme y que me encontrase con los Reyes Magos. Mis padres me dijeron que volviese a dormir, que era muy temprano, demasiado, y que aún podían llegar en cualquier momento, porque mientras sea de noche, mientras no salga el sol, todavía es posible que estén trayendo regalos. Me volví a dormir pero una hora más tarde fue mi hermano Miguel el que se despertó, y lo mismo, todavía era temprano. A las seis otra vez y a las siete estábamos los dos en la cama que no podíamos estarnos quietos.
Finalmente a las siete de mañana nos levantamos a ver si los Reyes nos habían dejado regalos y vaya si nos dejaron. ¡Había regalos por todas partes! Grandes y pequeños. Entonces comenzó la locura...