Una de las cosas que más me gusta hacer es dibujar. Podría pasar todo el rato dibujando pues tengo una imaginación inagotable. No se me acaba nunca. Por ahora. A mis padre les parece muy bien que yo pinte mucho, lo que no les hace tanta gracia es que mis ganas de pintar no tienen nada que ver con mis ganas de recoger una vez que termino de pintar. Y tienen razón.
Os pondré un ejemplo. Imaginad que estoy en el salón de casa, viendo los dibujos, tirada en el sofá de una manera nada parecida a lo que se entiende por estar sentada, y en cuanto los dibujos que yo esté viendo hacen una pausa, me levanto de un salto, como si me fuese a partir un rayo, y a la carrera voy al cuarto del ordenador para coger una hoja de las que mis padres tienen preparadas para que yo pinte. Son unas hojas que ellos llaman folios que tienen una cara escrita o pintada, pero que ellos ya no necesitan y se podrían tirar, pero que tienen la otra cara en blanco, y yo puedo aprovechar. Están ahí para eso, para que yo las pinte. Muchas veces además del folio también cojo un bolígrafo, y vuelvo corriendo para estar antes de que terminen los anuncios otra vez preparada para ver los dibujos.
Esta ida y vuelta para coger folios, la hago diariamente un montón de veces, pero el inconveniente es que, una vez pintados, los voy dejando por todos lados. ¡Y no digamos los lápices de colores! Porque la mayoría de los dibujos que hago son regalos, tarjetas, invitaciones que yo misma pinto para mis amigas, y las voy dejando en sitios que Miguel no pueda alcanzar, y para diferenciarlas las voy poniendo en sitios distintos. Así que algunas veces parece que estoy empapelando la casa.
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