Hace tiempo que mi padre lleva diciéndonos que un día vamos a ir a un vivero, y que vamos a comprar un buen tiesto donde entren cuatro manos, y que también vamos a comprar tierra, una buena tierra para cultivar, y una pequeña plantita, diminuta y chiquitita, pero que traiga en su interior algún fruto que podamos ver crecer. Y ese día llegó casi de sorpresa. Los tres (Miguel, mi padre y yo) fuimos a un vivero y allí elegimos un plato donde colocar el tiesto, un plato que sirviera para proteger el suelo y para se derramase toda el agua que sobrase. Después volcamos la tierra dentro del tiesto y también el abono, y los dos a la vez con nuestras pequeñas manos la removimos y le trasmitimos la energía que debería de utilizar para agarrar las raíces de nuestra pequeña planta. Plantamos un fresal, chiquitín y diminuto, pero con muchas ganas de crecer. Lo colocamos en el centro, desde donde pudiese ensancharse y crecer. Compactamos la tierra, siguiendo cada tarea con mucha atención. Regamos la planta, mi hermano por su parte y yo por la mía, repartiendo la labores y luego tranquilamente ayudamos a recoger todos los utensilios que habíamos utilizado, incluso ayudamos a barrer la poca tierra que quedó salpicada por alrededor.

Nos explicó que las fresas necesitan mucha luz y que deberíamos ponerla en el lugar de la casa donde más luz hubiese cada día y tras estudiar las distintas posibilidades decidimos ponerla en el balcón.
¿Quieren saber una cosa? Todo esto ocurrió hace ya un par de semanas y desde entonces nuestro fresal ha crecido algo, pero no mucho, sin embargo ya hemos tenido la fortuna de comer un par de fresas. ¿No es fantástico? Ahora cada vez que como una fresa puedo imaginar el trabajo que lleva hasta que llega a mi boca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario